Revista Antropología y Derecho.

Centro de Estudios en Antropología y Derecho CEDEAD.

Número 10. Diciembre de 2022

 

Sobre L’intérêt au désintéressement. Cours au Collège de France

1987-1989 de Pierre Bourdieu

Denis Baranger*

Un ser que fuera capaz exclusivamente de acciones puras de todo egoísmo es más fabuloso aún que el ave Fénix

F. Nietzsche (citado por Bourdieu, p. 224)

 

He aquí un texto merecedor de una buena recepción tanto por parte de los cultores de la disciplina jurídica como de los científicos sociales. Bourdieu nos brinda nuevamente una impecable lección de metodología, a la vez que un ejemplo paradigmático de reflexividad acerca de las condiciones sociales y políticas requeridas para el desarrollo de la ciencia social.

Este libro, cuya edición estuvo a cargo de Julien Duval, es el séptimo y último de la serie dedicada brindar los cursos que brindara Bourdieu desde su cátedra del Collège de France. El primer volumen de esa serie fue publicado en vida por el propio Bourdieu y correspondió a su último curso[1]. Como lo explica el mismo Duval en su postfacio (pp. 329-361), los cursos que aquí nos ocupan precedieron inmediatamente a Sur l’État, realizado en 1989-92.

El contenido de estos dos cursos, originalmente titulados en conjunto À propos de l’État, consiste en diez clases magistrales de Bourdieu destinadas a un público no especialista, como lo es el del Collège. Esta es una institución creada por Francisco I en el siglo XVI, que no expide ningún diploma, a cuyas clases pueden asistir personas de cualquier condición, y en la cual la única obligación del profesor es realizar cada año un curso distinto. Los integrantes de Collège son reclutados por un mecanismo de cooptación, mediante el voto de todos sus miembros, y para la carrera académica de un intelectual francés se trata del máximo reconocimiento, al cual Bourdieu accedió en 1981[2].

De modo tal que los cursos nos permiten acceder al pensamiento de Bourdieu en su mismo proceso de elaboración con la ventaja de un modo de expresión más coloquial -aunque no menos riguroso- que el de sus obras más duras. Por supuesto, dada la profunda coherencia del pensamiento de Bourdieu, parte de lo que nos cuenta desde su cátedra se reencuentra en sus libros y artículos. Pero también hay una plétora de argumentos originales, que no llegaron a plasmarse en obras editadas.

Bourdieu mismo menciona su resistencia a hablar del Estado, basada en la simple razón de no saber realmente en qué consiste. No porque considere a ese objeto como carente de importancia, sino porque no sabe por qué lado agarrarlo: «No hablo jamás de Estado porque no sé lo que es, y en este sentido, soy mucho más científico que los otros, que no saben ni siquiera eso» (citado por J. Duval, p. 331). No por nada Bourdieu comienza su curso recordando que Durkheim enfrentaba la misma dificultad cuando afirmaba: «Pocas son las palabras que son tomadas en una acepción tan poco definida» (p. 9).

El problema de fondo que subyace a toda su argumentación es el de lo universal: y es que «para lograr lo universal, hay que tener un interés particular en lo universal» (p. 225). En el texto que nos ocupa, al poner en cuestión la posibilidad misma del desinteresamiento[3], Bourdieu se muestra como un heredero consecuente de los maestros de la escuela de la sospecha, según la feliz expresión pergeñada por Paul Ricoeur para dar cuenta de lo compartido por los pensamientos de Marx, de Nietzsche y de Freud[4]. Así el título del libro refiere a la imposibilidad del puro desinteresamiento: todo desinteresamiento es interesado, oculta pues un interés. Definición que cobra sentido en la medida que el concepto de interés en Bourdieu, lejos de reducirse a la simple dimensión económica, se extiende a objetos diversos en diferentes campos[5]. Ya se trate de Manet o de Einstein, hay un interés primordial ajeno a una motivación económica. Pero lo importante es que quienes tienen interés en el desinteresamiento terminan dando lugar al surgimiento de un universal como puede serlo en el ámbito jurídico la idea de un servicio público que viene a sustituir más que a concretar la tradicional aspiración al bien común.

Para abordar la cuestión de la constitución del campo jurídico como relativamente autónomo, Bourdieu se centra en un texto de 1693 del Canciller D’Aguesseau, héroe epónimo de la profesión jurídica francesa, quien planteó la trascendencia del interés jurídico con respecto a las dignidades temporales representadas por la nobleza: no invocó ni a Dios ni al Rey como fundamento de la justicia, sino al público. Y con ello contribuyó a la elaboración de un espíritu jurídico a la vez que a una ideología del servicio público (p.67). D’Aguesseau, nacido y criado en una familia de magistrados, se inspiraba en el jurista Jean Domat (amigo y albacea de Pascal), quien partía de la necesidad de crear, sobre la base de una astucia de la razón egoísta que engendra una razón altruista, «cuerpos de funcionarios cuya motivación sería esa suerte de amor-propio reconvertido en caridad» (p. 75). De este modo es posible generar a partir de intereses particulares la producción de un universal, ante el cual el mismo Rey deberá inclinarse. Análisis que se puede extender a todos los campos de producción cultural, aplicándolo tanto a Flaubert o a Mallarmé como a un filósofo o a un matemático.

Respecto a la cuestión del Estado, Bourdieu crítica a las posiciones canónicas de Hegel y de Marx, las cuales antes que antagónicas deberían entenderse como complementarias. Con lo cual la “verdad” del Estado sería fundamentalmente ambigua: «si el Estado fuera tal como Marx lo dice, no cumpliría las funciones Marx le presta; es porque el Estado es como Marx lo dice y, al mismo tiempo, como Hegel lo pretende, que cumple las funciones que Marx le presta» (p. 138). En Hegel, el Estado ocupa la posición divina de pensador universal, la que aspiraría a ocupar el sociólogo de Estado en el caso de Durkheim. Así, la teoría de Hegel es la expresión de una forma de neurosis estatal que «forma parte de las pulsiones y de las fantasías sociales que contribuyen a explicar cómo y por qué uno deviene sociólogo» (p. 144).

A Durkheim (de quien ignora si leyó a Hegel), Bourdieu lo ve como la encarnación del oblato republicano, y es por ello que el Estado le resultaba impensable, porque «pensar al Estado lo obligaría a pensarse  sí mismo y a pensar lo que hay de pensamiento del Estado en su propio pensamiento» (p. 163). De te fabula narratur: tal idea es probablemente un emergente de su propio proceso de socio-análisis ya que, para la misma época, en el prefacio a la traducción inglesa de Homo Academicus (1988), Bourdieu se reconocía como un oblato de la escuela republicana[6]. El oblato republicano es «alguien que la escuela liberadora ha liberado, por lo cual se entrega por completo a la escuela liberadora y busca universalizar su propia liberación» (p. 222)[7]. En efecto, Bourdieu, con sus orígenes campesinos, no era un heredero, y fue como becario del Estado que pudo iniciar la carrera que terminaría llevándolo a la cúspide de intelectualidad francesa.

El Cours se nos aparece ahora como una elaboración de Bourdieu sobre la génesis de su propia llegada a la sociología, y a la vez sobre las condiciones para el desarrollo de esta disciplina. Para Bourdieu, «el trabajador social y el sociólogo son hermanos» (p. 169), en el sentido de que lo que espera de ellos la sociedad no es conocimiento sino un servicio (p.180). La sociología viene a responder a una demanda de una fracción dominada de la burguesía que le solicita contribuir a la modernización de la sociedad: «El sociólogo es una suerte de asistente en transformación» (p. 197). El sociólogo «ingresa al campo científico con una identidad objetiva extremadamente ambigua» (p. 169), que remite a la ambigüedad del propio Estado.

Más que presentar una simple antítesis de la teoría de Hegel, Marx mismo – si se lo toma en una lectura caritativa superadora del eslogan del Estado como “aparato al servicio de la clase dominante”- no habría estado lejos de una idea de autonomía relativa del Estado, no desconocía la existencia de una autonomía de la burocracia, e insistía sobre el hecho que los burócratas «realizan una suerte de apropiación privada de lo público» (p. 166).

Bourdieu insiste sobre la ambigüedad del Estado, en base a la relación inescindible entre el derecho (droit) y la prebenda (passe-droit): «la prebenda está incluida en el derecho y hay una forma específica de acumulación capitalista en la cual quien posee un derecho puede obtener provecho del ejercicio del derecho, pero también de la suspensión del derecho, de la prebenda» (p. 154), cuya forma más evidente es la posibilidad de exigir sobornos.

Al mismo tiempo, Bourdieu ve en el Estado a una de las fuentes profundas de la autonomía científica, pero esta autonomía respecto a las fuerzas externas (económicas, en particular) tiene como contrapartida una dependencia respecto al Estado: es la antinomia del sociólogo de Estado. Antinomia que Bourdieu lleva al extremo de la provocación al afirmar: «un Estado de izquierda favorable a las ciencias sociales es de algún modo más peligroso para la autonomía de las ciencias sociales […] un estado de izquierda que todo demanda, que espera todo de las ciencias sociales, que es demandante de expertise y se encuentra aparentemente dispuesto a escuchar, es mucho más peligroso para la autonomía de las ciencias sociales que un Estado [neoliberal] que la reduce a una situación de infamia y de hambruna» (p. 191-192). En Estados Unidos fue el caso del Welfare State rooseveltiano; en la Francia de su época, Bourdieu no podía dejar de tener en mente al gobierno socialista de François Mitterand.

Finalmente, Bourdieu aborda la cuestión de las profesiones a la que va a ubicar en el centro mismo del problema del Estado. De ahí el aparente excursus que emprende en contra de la sociología de las profesiones practicada al modo anglo-sajón, que se le aparece como una auténtica sociodicea, una visión interesada del mundo social tendiente a legitimar el orden actual. Las profesiones son el tipo mismo del mito científico: «Esta teoría de las profesiones es una suerte de inmenso himno a la meritocracia, es decir a la ideología dominante de quienes dominan en nombre del saber y de los cuales forman parte los sabios del mundo social» (p. 264). Demasiado a menudo los sociólogos norteamericanos conciben a su propia sociedad como la más evolucionada, por lo cual tienden a universalizar el devenir en ésta de sus llamadas professions (medicina, abogacía, etc.). En la base de esta teoría hay una tesis funcionalista que sostiene que si se los retribuye bien, es porque los practicantes de las profesiones se lo merecen: en suma, se trata de «una ideología meritocrática convertida en teoría de la estratificación» (p. 278). En esta sociodicea fundada en los conceptos de don y de mérito la distribución de recompensas vendría a asegurar la consagración de los mejores al bien público[8].

Los grupos profesionales pueden funcionar como campos o como cuerpos, y en general comienzan siendo campos para constituirse en cuerpos al organizarse en base a la conquista del monopolio en la prestación de un servicio. Las profesiones gustan de presentarse como universos libres, que no obedecen más que a sus propias normas, que serían las de la ciencia, las del experto, y en el límite aspirarían a reemplazar el mismo Estado. Pero en verdad no pueden existir en tanto cuerpos si no es gracias a la autoridad delegada por el Estado, y a esa instancia estadual que es el sistema escolar.

De modo que «estas profesiones liberales que se construyen en contra del Estado, y que sirven de fundamento a una teoría del no-Estado, son de hecho el Estado» (p. 295).

Bourdieu recusa la oposición de Parsons entre ascription y achievement, asociada al mito de la escuela liberadora, porque detrás de aquella «se oculta el hecho de que lo que llamamos la “elite republicana” presenta todas las propiedades de la nobleza, con el título escolar que funciona como un título de nobleza garantizado por el Estado» (p. 299).

En suma, un texto de una lectura apasionante, y sobre todo una cantera de ideas originales cuya capacidad de iluminar los problemas sociales y políticos que aquejan a las sociedades actuales, y particularmente a la nuestra, no es el menor de los méritos.

 

 



* Profesor en el Programa de Postgrado en Antropología social de la Universidad Nacional de Misiones.

[1] Se trató de Science de la science et réflexivité (París, Seuil, 2001, disponible en una desvergonzada traducción de Anagrama bajo el título El oficio de científico). Posteriormente, fueron apareciendo Sur l’État (2012), Manet (2013), los volúmenes 1 y 2 de Sociologie génerale (2015 y 2016), y Anthropologie économique (2017), todos ellos editados por Raisons d’agir/Seuil.

[2] Su lección inaugural, publicada bajo el título de Leçon sur la leçon, está traducida al español en P. Bourdieu, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990, pp. 55-78.

[3] No existiendo una traducción al español de désintéressement me permitiré el uso del neologismo desinteresamiento para recuperar el sentido original referido al desprendimiento de todo interés personal.

[4] De l'interprétation: essai sur Freud. París, Seuil, 1965, pp. 40-41.

[5] Para romper con esta identificación con lo económico, Bourdieu propondrá luego el término de illusio (pp. 60 y 221).

[6] « And the special place held in my work by a somewhat singular sociology of the university institution is no doubt explained by the peculiar force with which I felt the need to gain rational control over the disappointment felt by an “oblate” faced with the annihilation of the truths and values to which he was destined and dedicated, rather than take refuge in feelings of self-destructive resentment» (Homo Academicus, Cambridge, Polity Press, 1988, p. xxvi).

[7] Conviene aclarar que los trabajos que consolidaron la fama inicial de Bourdieu como sociólogo -coescritos con J.-C. Passeron: Los herederos, La reproducción, etc.- estuvieron dedicados a demoler ese mito de la “escuela liberadora”.

[8] «Un invariante de todas las teodiceas del privilegio es el hecho de naturalizar propiedades históricas» (p. 279)